Era nuestro apocalipsis.
Cuando tienes algo pero lo sientes
lejos o, ni siquiera lo sientes, cuando notas un vacío, cuando hasta
el día más soleado es gris. No creo que haya nada más doloroso que
tener la sensación de estar perdiendo algo que de verdad te importa.
Maduras cuando las pequeñas cosas se
convierten en grandes momentos y te vuelves pequeño, un minúsculo
punto en el enorme universo cuando esos momentos se desvanecen como
el humo en una tarde de viento.
Las cosas se complican, parece que
siempre hay algo que lo lía todo, que crea la distancia, que nos
amarga y nos mata.
De lo poco que he vivido, puedo
asegurar que ya viví unos de los mejores años de mi vida, y todo
ello debo agradecérselo al amor.
Para qué mentir, todo sabemos que no
hay nada mejor que encontrar una persona que consiga hacerte feliz,
que te saque una sonrisa en las peores situaciones, que comparta tus
aficiones, que te acaricie si lo necesitas, que te abrace cuando haga
frío, que te bese sin tener en cuenta el tiempo.
Pero se nos iba de las manos, quizás
fuese por exceso de amor (aunque suene irónico), pero aquellos
momentos parecían nuestro Titanic.
Discutir con la persona que amas es
doloroso en el sentido que te haces más daño a ti mismo que a la
otra persona, aunque solo sea diciendo lo que sientes porque en ese
momento lo sientes.
Pero cuando todo son discusiones,
gritos, broncas, y, eso sí, un poco de amor, te das cuenta que el
avión cae en picado, que es el último aliento.
Era nuestro Apocalipsis, nuestro último
adiós, el último acto de la obra, el capítulo final de nuestra
novela.
Y entonces, a mi me dio por darle un
voto de confianza a la vida, por creer que podríamos ir más allá,
por saber que podíamos nacer de nuevo.
Porque quererte y querernos fue más
fuerte que el juicio final, porque yo el juicio solo lo voy a perder
si me besas.
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